UNA CUESTIÓN DE SURCOS MAL HECHOS
En eso estaban, como rezando, en el altar mayor de la cocina: la mesada
del fogón. Aquella habitación con
grandes ventanales en tres paredes además de muy iluminada era amplia. En la
mesa cabían cómodamente 8 o 10, testigo mudo de alegrías, esperanzas y
amarguras por alguna cosecha perdida; siempre, asiento de familia. En el aire
ese olorcito difícil de describir, típico de donde se come rico y abundante.
Era
un 29 y el matrimonio hacía ñoquis, bueno ella, él los aplastaba. La dueña de
casa fue bautizada con los nombres de Blanca Delicia, tenía flor de mano en la
cocina. Sensación en la zona, en las fiestas de la escuela, o en la aparcería.
Sus preparaciones saladas o dulces eran la envidia de las malas cocineras y
sujeto de consulta por sus recetas infalibles.
El gaucho es don Domingo Alegre, sí, no se ría, era hijo del Macho
Alegre primo segundo de los Alegre de la calle Río Negro, los de Dolores me
entienden.
Ella de manos aladas, transformaba un cilindro de masa de papa en piezas
semi huecas de surcos externos perfectos que ayudan a levantar la salsa. Él por
el contrario con sus toscos dedos, aptos para la actividad rural carentes de motricidad
fina en el manejo de una pequeña pieza. Dejaba estampado en el mármol la mezcla
de puré de papa, harina, huevo y sal.
En un lamento cariñoso, Blanca le decía: no puedo entender, sos capaz de
hacer el alambrado más derecho que el trayecto de una luz, domar un rayo si
fuera necesario pero tenés dos manos zurdas para hacerle los surcos a los
ñoquis.
El hombre no dijo nada. De su boca jamás saldría ofensa ni levantaría la
voz a la mujer amada. Aunque quede claro, si algo similar le hubieran dicho en
otro lugar, o insinuado una agachada, con el caronero le bordaba en sangre, el
nombre, apellido y sobrenombre al diablo más ladino.
Entonces, se puso a hacer el tuco, que no le quedaba mal, aunque abusaba
de la panceta. Disponían el almuerzo dominguero a la espera del resto de la
familia aprovechando para coordinar otros asuntos. La posibilidad de meter
riego en la pradera, antes del próximo año cuando la mayor se va a Montevideo a
seguir los estudios universitarios y se volvió a recordar que estaría bueno
cerrar el parrillero.
Pero algo raro pasaba. Ese matrimonio se había construido en base a honestidad
y obviamente con mucho cariño, de cualquier manera, a fin de mes el ambiente se
tornaba tenso, inseguro, no lo podían explicar. Esa primera sensación fea se
fue agrandando, se tornó preocupante, ambos ya no eran los mismos.
Es que ese gaucho, hábil y cumplidor en todo, tenía una debilidad y cada
vez más seguido se perdía.
La
mujer lo intuyó y se empezó hacer la cabeza, no faltó algún manijazo de una de
la zona y el combo se volvió explosivo. Lo fue pastoreando, insinuó donde
podría ubicarlo y lo fue a buscar.
Por
eso en la tardecita se apersonó al lugar en que estaba su marido, la camioneta
afuera lo delató. No pidió permiso ni le importó nada. Se mandó para adentro.
Como era de imaginarse, lo agarró con las manos en la masa, si, ahí, juntitos
los dos. El hacía tiempo se lo venía escondiendo.
Se
la hago corta. Don Domingo hacia ñoquis en la aparcería, muy obsesionado
practicaba, quería alcanzar la perfección y sorprender a toda su familia. Por
eso agarró de conejillos de Indias a sus socios de agrupación, que los tenía hartos
de tanta pasta. En aras de una mejoría, se había comprado por internet un
montón de aparatos que, para no levantar sospecha en su pareja, se los hacía
traer a Dolores; dirección de entrega: almacén El Vasco, su amigo, allá por el
Barrio Sur.
En
eso se había gastado su buena plata. Una máquina que resultó buena para hacer
cavatellis, unos cubiertos largos chinos cuasi mágicos que le prometieron la
forma perfecta y hasta otra inútil máquina eléctrica automática, vulgar
bolladora; todavía con el problema que necesitaba transformador porque
funcionaba a 110 voltios.
No le sirvió para nada, terminó usando el
viejo y querido tenedor.
Ella
se puso a llorar. Había desconfiado mal aunque él también tenía un poco de
culpa, no haberle dicho de entrada a Blanca lo que hacía.
Esta
historia tiene un final feliz. Dejaron todo. Los de la aparcería contentos, podrían
cambiar de menú. Ellos se fueron como recién casados tomaditos de la mano, al
restaurante Los Faroles del Pompón Gorostiaga. Esa noche, fue la primera vez en
su vida, que comieron ñoquis comprados fuera de casa, que por cierto, tenían
poco surcos.
Columna emitida en el programa Abrazo País, CX 4 Radio Rural,
el 23 de septiembre de 2023.
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