SU NOMBRE ERA…
Estoy haciendo la compra, en un puesto de verduras. Acá papas, zanahorias,
caro el boniato y medio fofo. Una señora con su carro de feria impide mi paso,
en un pasaje estrecho.
Hermosísimas las acelgas y las espinacas. Mi esposa
luego las llevará a la gloria en una soberbia pascualina con masa casera, obvio.
Las remolachas con su carne carmesí una invitación a lujuria, cargo un atado y
la señora, sigue ahí.
‒ Permiso y me deja pasar. Opa la coliflor
tienta, dos unidades por monedas, adentro de la bolsa. El morrón accesible, tuvo
días mejores, lo compraré en otro comercio. La manzana regularota también queda
en el debe. Las mandarinas, aunque pequeñas, baratas, poseen un perfume
bárbaro; bueno, lo que se dice barato, barato, no. Este año los cítricos
estuvieron espectaculares así varios kilos embolsados rumbo a casa, para que
mis hijos me eviten por la fragancia.
¿Y
la señora? Sigue ahí, en el medio del pasillo como orando a las habas. Con
prudencia le pregunto:
‒ ¿Me permite sacar unas habas?, que,
entre usted y yo, estaban lindísimas y el precio 79 uruguayos el kilo. No es
ganga pero a mi me gustan los granos.
Con
una delicadeza típica de abuela, me inquiere:
‒Joven, con su permiso le hago una
consulta.
Uno
que le gusta hablar hasta solo, no podía ser grosero ni rechazar una
oportunidad de hablar con una bella y fina dama.
‒Dígame.
Confieso, con pudor me lo dijo:
‒Que se pueden hacer con las habas porque
están baratas si lo comparo con las arvejas que están a 179 pesos el kilo. Con
mi esposo, antes las comíamos muchísimo, ahora no tanto.
Seguramente
esa abuela me puede pasar varios piques y algunas que otra receta resultona; en
ese momento, dispuesta a escuchar otras opciones o ¿quizás una excusa para
conversar?
‒ Pues mire, hay muchas posibilidades. En
una sopa, en un guiso de arroz, en ensalada con panceta frita, en pasta, en una
salsa cremosa con crema o aceite y condimentos. O cocinarlas, hacerlas puré,
sal, pimienta, especies y servirlo en una picada con fiambres y quesos en el próximo
aperitivo. Es muy bueno sumarle al clásico aperitivo una opción vegetal. ¿Usted
sabe qué? y le iba contar un cuento histórico de las habas y mi señora me
revolea los ojos, de manera imperativa, tal diciendo no podes con tu genio. Así
medio sonrojado fui yo entonces el que la consulté.
‒ ¿Y usted de qué modo las hace?
‒ En tortilla joven, aunque, ya no cocino
como antes, hago muy poquito y algún domingo preparo algo para mis hijos y
nietos.
Le
confieso, un nudo se me hizo en el estómago. Me repuse y le retruqué, me
interesa su versión. Y me largó la receta.
‒ Hiervo pastas secas, la que se le
ocurra, moñitas o tirabuzones. Una vez al dente las cuelo y enfrío en abundante
agua. Lo pone en un tuper, le agrego habas cocidas, cebolla en cubitos chicos
pero no mucha y dos o tres huevos más sal, pimienta y condimentos. Revuelvo
bien y en un molde la cocino al horno. No puedo comer muchos fritos. Mas una
ensalada es mi almuerzo por dos días.
Ahora éramos tres los que entorpecíamos el paso en el comercio. Se había
sumado mi señora a la charla y se la presente.
Cuando la saludó, me pareció que sus ojos se nublaron. Con mucho cariño,
la abrazó y expresó:
‒ Yo antes hacía las compras con mi
esposo, íbamos a la feria barrial. Ahora no tengo mucho para hacer, aprovecho
el boleto de jubilado y hago un paseíto por el mercado y me compro unas
cositas. Y perdón por la molestia, Por favor ¿me puede alcanzar ese atado de
cebolla de verdeo, no sé por qué las ponen tan altas?
Al
final terminamos haciendo juntos la cola de la caja. Seguimos conversando. Del
tiempo, lo caro que esta el costo de la vida, de sus otrora clases de biología,
prefirió no hablar de política. Volvió al tema de las habas, por medio de las
cuales se hacen hechizos o sortilegios.
Antes
de despedirnos con un beso, tuve tiempo de pedirle permiso y pasar su receta en
este espacio.
‒ Por supuesto joven y dígame en ¿qué
radio lo escucho? Tenga la seguridad que todos los sábados me hará compañía.
Se
alejó caminando por ese callejón del Mercado, iluminado, en un sol casi
moribundo. Los años no le habían hecho perder su elegancia.
Ya
en el auto, regreso a casa, mi señora me pregunta.
‒ ¿Cómo se llamaba la señora con la cual
hablamos?
Solo recuerdo su nombre: Soledad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario